Aunque no lo reconozcamos en
público, para todos los mortales lo más importante del mundo es uno mismo.
Los temas y sucesos que más nos
interesan son aquellos que afectan a nuestra persona, y las historias humanas,
reales o ficticias, que más nos impactan emocionalmente son aquellas con las
que nos identificamos de alguna forma.
A la hora de crear nuestra identidad y
describirla todos mezclamos atributos que tienen que ver con el pronombre
personal «mí» y el posesivo «mío».
Por ejemplo, si le pedimos a alguien que
no conocemos que se describa como persona, lo más probable es que en algún
momento de su reseña incluya datos concretos como la edad, el lugar de
nacimiento, su estado civil o la composición de su familia; quizá identifique su profesión ciertas
características que considera Importantes de su personalidad o incluso algún
problema que le preocupa en ese momento; y es probable que añada algún detalle
sobre sus principios y creencias.
Pero bastante gente tiene en cuenta algunas
posesiones materiales que valora especialmente y ha incorporado a su «ego», y
no faltan el que creen en el refrán «Dime con quién andas y te diré quién
eres», y se apunta tantos por estar vinculados a algún personaje respetable
conocido o influyente.
La verdad es que en lo que respecta a la definición de
uno mismo, la frontera entre el «mí» y el «mío» no está nada clara.
La autoestima empieza a desarrollarse
durante el primer año y medio de la vida.
Al principio se nutre del afecto
materno y demás cuidadores, y del sentido de seguridad que adquieren los
pequeños.
A medida que crecen se configura poco a poco por las experiencias que
viven, por la valoración que hacen de ellas y por el mérito que se asignan a sí
mismos o reciben de las personas de su entorno.
El aprecio de los demás, la
sensación de que dominan su cuerpo y las cosas que les rodean, y ver cómo
objetivos realizables se convierten en logros frecuentes, cultivan en los niños
las semillas de la confianza en sí mismos.
Gracias a nuestra aptitud para
observarnos, analizarnos y juzgarnos, todos nos valoramos a través de nuestra
lente particular y subjetiva.
Todos nos enjuiciamos a nuestra manera, con base
en las experiencias pasadas, las prioridades y las expectativas que albergamos.
Pero en la opinión de nosotros mismos influyen también los juicios que creemos
merecer de las personas importantes en nuestra vida, así como las creencias y
flor más de la sociedad en la que vivimos y que usamos de punto de referencia.
Por otra parte, el concepto que formamos de nosotros va acompañado de un tono
emocional coherente, que nuestro cerebro se encarga de asegurar esta
congruencia entre lo que pensamos y lo que sentimos.
Dependiendo de la autovaloración
que hagamos nos sentiremos más o menos bien con nosotros mismos.
Si nuestro
juicio de valor es favorable e incluye áreas en las que nos sentimos
competentes, o que nos hace sentirnos orgullosos, el sentimiento es placentero.
Por el contrario, si nos consideramos inadecuados, los reproches a uno mismo
suelen mezclarse con los sentimientos de vergüenza, culpa y fracaso.
Todos tendemos a valorarnos de
una forma global. Por ejemplo, son corrientes las afirmaciones: «En general,
estoy satisfecho conmigo mismo», o «Siento que soy una persona valiosa». Esta
autoestima global es un buen indicador, pero no aporta información sobre los
ingredientes concretos que valoramos.
Por eso, es conveniente indagar sobre los
elementos que tenemos en cuenta a la hora de calcular la autoestima.
Precisamente,
en las sociedades occidentales, la aptitud para relacionarnos con los demás, la
competencia en las actividades que consideramos importantes, la apariencia
física, la inteligencia y la independencia son componentes muy comunes de la
autoestima.
Por eso, un ingrediente primordial de la autoestima es la capacidad
de dirigir nuestro programa de vida. Como resulta do, la confianza que deposita
en nuestras facultades para manejar coyunturas de la vida y, de esta forma,
alcanzar las metas que perseguimos constituye uno de los elementos esenciales
de la autoestima y, obviamente, de la capacidad para afrontar situaciones
difíciles.
La autoestima se alza como un
factor decisivo a la hora de luchar contra la adversidad.
Cuando la Opinión que
tenemos de nosotros mismos es Positiva, la resiliencia se fortalece directa e
indirectamente.
Una autoestima saludable estimula la confianza, la fuerza de
voluntad, la esperanza y, sobre todo, nos convierte en seres valiosos ante
nosotros mismos, y con ello aumenta nuestra satisfacción con la vida en
general, un poderoso aliciente para vencer desafíos.
Como demuestran numerosos
estudios revisados metódicamente por el investigador David G. Myers en 1992, el
indicador que predice con mayor seguridad el nivel de satisfacción con la vida
de una persona es su nivel de satisfacción consigo misma. La gente que se
valora suele sentirse razonablemente feliz. Esto no es un secreto.
Casi todos
los hombres y mujeres encuestados en estudios multinacionales consideran «tener
una buena opinión de uno mismo», un ingrediente primordial de la dicha.
Con independencia de la dosis de
parcialidad a favor de uno mismo, las personas que se valoran y reconocen sus
cualidades y talentos también tienden a sentirse valoradas por los demás, y en
condiciones estresantes o peligrosas hacen esfuerzos extras para superarse, lo
que aumenta las probabilidades de supervivencia.
Pero igual de importante es el
hecho de que las personas con una autoestima saludable suelen conectarse más fácilmente
con los demás y desarrollan mejores relaciones que aquellas que se
infravaloran.
Y, como ya he mencionado, desde
que nacemos hasta el último día de la vida las buenas relaciones afectivas
constituyen el incentivo más frecuente para sobrevivir, el mejor antídoto
contra los efectos nocivos de cualquier des gracia, el principal pilar de la
resiliencia humana.
De superar la adversidad, de Luis Rojas Marco
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